Hace un día o así, descubrí que las mentiras son como el placebo. Contienen promesas vacías, pero producen el efecto deseado si no se sabe la verdad. No obstante, la estupidez y la poca autoestima también influyen en el resultado.
Mi nombre es Edmundo Escolano; sí, el apellido fue objeto de múltiples risas, bromas rectales y motes en el instituto, y eso, sumado a mi creciente obesidad, al estrabismo de mi ojo izquierdo, el cual se giraba hacia el tabique de la nariz, y al leve astigmatismo que me obligaba a llevar unas gafas enormes, hacía de mí un blanco tan claro para los demás chicos y chicas como un oso pardo en la nieve para un cazador furtivo.
Todo empezó con una tetera. Sí, la razón por la que voy en este coche, camino de mi nuevo y definitivo hogar es, simple y llanamente, una tetera. Bueno, vale, lo justo sería incluir también al hombre sin ojos y dentadura postiza. De este modo caí, como el bobo que era, en el engaño más viejo y surrealista del mundo. Surrealista hasta que lo vives en tus propias carnes, claro, y en mi caso, este aforismo (o metáfora) es totalmente literal.