25 de noviembre de 2015

La soledad del demente

Coordenadas: Calle Kuphor, 12. Toledo. Restaurante "Matzumuto". 21:00h.

- ¿Ha visto la carta? ¿Quiere pedir ya? - el camarero le miraba sonriente.
- Creo que sí. He visto que sirven salsa de rocoto.
- Efectivamente señor.
A pesar de que su español era perfecto, el fuerte acento japonés del camarero le contrariaba. Estaba sacandole de sus casillas, aunque hasta el momento tenía controlados sus tics. Se apresuró a pedir la cena para perder de vista a Yamato, el cual llevaba escrito su nombre en una tarjeta clavada en la pechera.
- Sí, sí, está bien. Tráigame un plato de salsa de rocoto.
Yamato dudo antes de anotar  nada en su libreta. Su cara reflejaba la más absoluta estupefacción. El cliente evidenciaba en su comportamiento que no era una persona común. Sin embargo, la petición era descabellada. Ningún ser humano podría ingerir tal cantidad de salsa de rocoto y vivir para contarlo. 
- Señor, no..., no tenemos tal cantidad de salsa. Es muy fuerte señor. Apenas se pone una cucharada en cada plato.
- ¿Qué no tienen? - su tono era entre enfadado y sorprendido. Se asió la cabeza con las dos manos, escondiendo la cara tras ambos brazos. - Bueno, bueno, está bien, tráigame los rocotos enteros, no tengo tiempo que perder.
Ambos pies se movían descontrolados arriba y abajo. El movimiento ascendía por sus piernas y hacía temblar la silla donde estaba sentado. Solo su propio peso la mantenía pegada al suelo. Intentó respirar profundamente, había aprendido algunos trucos para relajarse en la terapia, antes de que lo expulsaran. 
Aquel psiquiatra era un mequetrefe. Eric no sé que. ¿Dónde habría obtenido el título aquel inútil? Claro que le alteraba de tal manera que termino arrojandole un jarrón a la cabeza. Que había estudiado en Estados Unidos decía. Que había sido médico durante cinco años en el psiquiátrico Clarkson decía. ¡Patrañas! Solo conseguía ponerle nervioso. Se empeñaba en indagar en su pasado, cuando él solo deseaba relajarse. ¿A quién le importaba su pasado? Al psiquiatra desde luego que no. Ponía cara de aburrido mientras le escuchaba. No había mucho que contar, solo horas y más horas de soledad. Claro que nunca le contó porque le gustaba tanto la soledad. Diodor no necesitaba compartir esas cosas con un doctorucho de tres al cuarto con pretensiones de premio Nobel de medicina.
- Aquí tiene sus rocotos señor. Le he traído todos los que tenemos.
Diodor hizo un ademán con la mano derecha para indicarle que podía irse. El olor de los rocotos ya había conectado con su nariz. Penetró en su cuerpo alcanzando rincones desconocidos para sí mismo. Sus ojos dejaron escapar unas lágrimas que se deslizaron por sus mejillas hasta caer encima del plato. Acababan de fundirse en un solo ser. Su soledad no era tal. Era tan simple como que prefería compañías distintas a la humana. 
- Oh queridos míos - suspiró lacónicamente.
Tomó uno del plato un rocoto y lo depositó con suavidad sobre su lengua. Sintió un estallido de calor en la boca, que se extendió a cada centímetro de su cuerpo en cuanto llegó hasta su estómago. 
- Delicioso - volvió a suspirar.
Ingirió uno tras otro los restantes rocotos hasta vaciar el plato. Todos los empleados del restaurante lo miraban desde detrás de la barra. Incluso los cocineros habían salido para ver aquella locura culinaria. Diodor se puso en pie una vez hubo terminado su cena y salió del restaurante sin pedir la cuenta.
- Nadie quiere estar con un demente, ¿ y se extrañan de que me guste la soledad?

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